miércoles, 11 de marzo de 2009

La tipografía se muere



Ya hace bastantes años que resurgió el interés por la tipografía aunque, curiosamente, el impulso lo generó la tan cacareada democratización producida por los medios y sistemas de autoedición. Y digo curiosamente porque son los propios sistemas de impresión digital los que están acabando con la propia tipografía.
Muchos pensaréis que, gracias a esa expansión provocada por la digitalidad, la tipografía está más viva que nunca porque todos manejamos en nuestros ordenadores una cantidad creciente de fuentes tipográficas que se encuentran al alcance de cualquiera, ya instaladas en el propio sistema operativo, ya en páginas como dafont o fontsquirrel… ¡y gratis! Con un panorama así, ¿quién quiere pagar por comprar un archivo digital, que es gratuito?, ¿cómo se puede valorar un trabajo de creatividad, precisión y funcionalidad como la creación tipográfica digital?
Éste es un debate que parece manido y superado hace más de una década, pero creo que éste que vivimos ahora es el momento adecuado para volver a poner en valor una disciplina de la que, los que hemos estudiado a partir del medio digital, no tenemos ni la más remota idea –por mucho que hayamos leído a Morison, Dwiggins o Johnston–.
No quiero caer en la trampa fácil del revisionismo tradicionalista, ni reclamar los textos de William Morris a pie juntillas, ni mucho menos demonizar las nuevas tecnologías; hemos perdido el valor por los objetos y la sensibilidad que nos produce lo físico (algo de lo que ya hablaba el gurú de la digitalidad, Nicholas Negroponte), nos hemos olvidado de nuestra propia condición física y sensual. Es ese plano el que debemos mantener vivo, porque no somos seres digitales, sino corpóreos.

Y mientras escribo sobre esto, hay una pequeña imprenta tipográfica (todos conocemos alguna) que está a punto de cerrar a final de este mes porque ya ni siquiera les encargan recordatorios de boda y comuniones, con lo que sobrevivían a duras penas hasta el momento. Así, una maravillosa Heidelberg de aspas, tamaño folio, junto con una decena de chivaletes mermados por el desgaste y la falta de reposiciones, acabarán convirtiéndose en chatarra, en chatarra digital.

Somos nostalgia, pero me niego a ser olvido. Como yo, me veo rodeado por apasionados (locos, frikis, los llaman) que aún entienden esa máxima famosa de Eric Gill: «Las letras son objetos y no imágenes de objetos». Aún se pueden hacer cosas, aunque sea a nivel individual, para demostrar ese amor que no pretende reconocimiento. Ésta es, por el momento, mi modesta aportación.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Interesante post. El que haya fuentes gratuítas no perjudica para nada a las fuentes de pago. La clave está en ofrecer "valor añadido" para que merezca la pena gastarse los cuartos. ¿Te ha quedado un post muy nostálgico no? Un saludo Manuel.

Anónimo dijo...

Gracias por tu comentario, Iván.
No pretendo polemizar aquí sobre la gratuidad o el precio de las fuentes digitales (quizás en otra entrada, más tarde).
La valorización tipográfica a la que me refiero viene dada por la corporeidad de los tipos de metal; Negroponte venía a decir algo así como que tendemos a dar más valor a los objetos físicos porque nos parecen más reales al ser tangibles, mientras que los intangibles –como todo lo digital– parece carecer de valor alguno.
Lo que reclamo es un valor perdido, ligado a la sensualidad del tacto y el peso del papel y el plomo, no su valor comercial. Es ésta una entrada cargada de nostalgia, cierto.

El Paaapa dijo...

Recuerdo con nostalgia todo ese mundo de las linotipias y de la composición. Parte de mi infancia tuvo el olor de la tinta de imprenta y la vista clavada en los caracteres, en las regletas y en los libros que imprimían. Mi padre trabajó en una imprenta y, aunque era "el último mono" como él decía, me dio la oportunidad de ver ese universo mágico de la impresión que ya está perdida.